lunes, 10 de octubre de 2011

La miseria catódica

Estos días se publican encuestas sobre la percepción de los telespectadores sobre la televisión y sus distintas cadenas. Debería publicarse también algún tipo de barómetro ético sobre las distintas programaciones. Incluso en algunos casos se deberían someter a diversas consideraciones jurídicas. El Todo vale en televisión ha llegado a límites que superan lo tolerable en una sociedad saludable y coherente.

Durante años en España solamente pudimos disfrutar de las cadenas públicas nacionales. La primera cadena y la UHF. El desembarco de las cadenas privadas de un modo gradual se recibió con gran satisfacción por el aumento de oferta y los distintos puntos de vista informativos que se planteaban a partir de ahora a través de la pantall de nuestro televisor. Después llegaron las cadenas autonomías, las temáticas, las de pago...., así hasta la llegada de la TDT.

Todos teníamos la esperanza puesta en que la multiplicidad de contenidos, la variedad de oferta, la competencia, al fin y al cabo, ayudara a conseguir mejorar la calidad de la programación. Los años nos han sacado de ese error. Duplicidad de contenidos y formatos, contraprogramaciones, tediosas formulas de carácter recaudatorio en la madrugada, carencia de contenidos de carácter educativo y formativo o de contenido social. La competencia y la presión económica llevo la lucha a las parrillas de audiencia, olvidando la calidad y la ética de los contenidos.

Respecto a la cuestión ética, creo que se ha rebasado la linea roja que nunca se debió atravesar. Abanderando la bandera de la libertad de expresión se han pisoteado multitud de derechos fundamentales. La libertad, la presunción de inocencia, la intimidad, el honor, etc... e infinidad de ellos. Los periodistas, y algunos que no poseen ni este titulo, que sólo capacita para conocer los principios básicos de una profesión pueda en entredicho por una legión de mercenarios sin escrúpulos, han usurpado un extraordinario poder que los convierte en la nueva Inquisición. Cualquiera de ellos puede emitir juicios y difundir noticias de dudosa certificación y constatación periodística con impunidad y cierta malevolencia. El único objetivo profesional es el de conseguir puntos de audiencia, aparte del personal de hacer daño a enemigos íntimos o simplemente a los que no son de nuestra cuerda de farra o gustos ocultos.

Han proliferado formatos televisivos basados en la cacería de personajes públicos, la disección de sus vidas privadas y su lapidación publica en nombre de unas extrañas y volubles normas morales que dictan estos supuestos periodistas todo poderosos. Se ha llenado de programas que se retroalimentan unos de otros en una espiral de autocreación de noticias, que en condiciones normales no importarían a nadie. Han construido ídolos de pies de barro para derribarlos a base de bulos, reportajes de cámara oculta, y extraños testimonios de gentuza que mataría por un segundo de gloria en un plató.


En toda esta vorágine se han visto envueltos personajes, más o menos profesionales en sus dedicaciones laborales, que son perjudicados y apedreados por el mero hecho de haber coqueteado en algún momento con este mundo amarillo y pestilente. O en ocasiones por haberse visto convertidos en punto de mira de estos depredadores a falta de otro muerto que descerrajar.

Todo tiene un limite, aunque este juego en ocasiones sea aceptado por ambas partes. Se ha llegado a un punto donde ya no hay retorno. Afecta sensiblemente a los valores de esta sociedad, al ejemplo que se da a las nuevas generaciones en cuanto a lo que se refiere a lo costoso de alcanzar las metas, la progresión personal, la ética y las libertades personales. No todo vale y menos el difama que algo quedará. Las leyes y las autoridades que las ejercen y las promulgan deberían tomar cartas en el asunto. No se puede permitir la intimidación de estos vampiros, ni sus maniobra especulativas respecto a la dignidad y la privacidad de las personas, famosas o no, vendedoras de exclusivas o no.

Por supuesto que se debe garantizar la libertad de prensa y de opinión, valores fundamentales de nuestra democracia. Pero también hay que poner limite al libertinaje, a la difamación y a la injuria. Las cuotas de pantalla no lo justifican todo. Los empresarios del medio deberían revisar sus códigos éticos y los limites de los mismos. Deberían ser conscientes de la responsabilidad de los medios de comunicación en la construcción de nuevos patrones sociales, educacionales y éticos. No solo se puede utilizar el medio como máquina de producir billetes a costa de la destrucción de derechos fundamentales aunque el público lo refrende. También los romanos iban al circo y rugían más que los leones ante sus carnicerías. Y eso no lo avala éticamente.

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